jueves, 8 de mayo de 2014

Caleta Baker 2



Salí de la habitación. Lydia estaba lavando ropa. Me saludó con una sonrisa de dientes pequeños y me ofreció el desayuno. Vestía como una vieja lavandera europea, con un delantal gris y un paño blanco arrollado en la cabeza. Su piel era tan blanca que sorprendía escucharla saludar en castellano, arrastraba en el tono un acento extranjero, pero no supe cual. Me senté en una de las mesas del loft. La casa estaba construida íntegramente de madera. Frente a mi había tres grandes ventanas desde las cuales podía observar parte del circuito de pasarelas. A lo lejos, a poco menos de 500 metros y bajando la pendiente estaba el muelle. Había muchas embarcaciones, la mayoría pequeñas, aguardando algún recorrido por entre los fiordos, o para remontar el río hacia el interior del continente. Lydia me trajo un café con leche con tostadas. Abrí un sobre de mermelada de arándanos y unté una tostada. Mientras la mordía una pareja de gringos pasó frente al ventanal. Los mismos de siempre: rubios, altos, blancos. Desde sus fríos septentrionales vienen, con vocación de arqueólogos, buscando el pasado de su tierra en otra tierra. Pensar este mundo funcionando como el espejo del pasado de otros mundos me produjo una sensación extraña. Bronca, angustia, no lo se. Tristeza quizás. No hablaban y no sonreían, pero supuse que estaban felices, como se supone la alegría en los animales. Su felicidad me pareció simple y superficial, una felicidad arqueológica, una felicidad que no conozco ni podré conocer, porque es una felicidad que no se opone a la tristeza sino a la indiferencia. Pasarían todo el día caminando, subiendo montañas, montando veleros. Nada los detiene. Son como máquinas cuyo único objetivo es enfrentar a la naturaleza y vencerla.

¿Harían el amor con frecuencia? ¿Habrían hecho el amor aquella mañana? ¿Lo habrían hecho la noche anterior, mientras yo me derrumbaba en las sábanas que Lydia tendió y perfumó para mí? La imaginé a ella con los ojos cerrados, lanzando un quejido mudo. Lo imaginé a él imaginándose como un vikingo rojo y enorme mientras la penetraba. La imaginé mordiéndole el hombro, marcándole la espalda; la imaginé lenta y suave, dejando que el vikingo tome el castillo, acariciándole el pelo como a un niño.

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