Salí de
la habitación. Lydia estaba lavando ropa. Me saludó con una sonrisa de dientes
pequeños y me ofreció el desayuno. Vestía como una vieja lavandera europea, con
un delantal gris y un paño blanco arrollado en la cabeza. Su piel era tan
blanca que sorprendía escucharla saludar en castellano, arrastraba en el tono un
acento extranjero, pero no supe cual. Me senté en una de las mesas del loft. La
casa estaba construida íntegramente de madera. Frente a mi había tres grandes
ventanas desde las cuales podía observar parte del circuito de pasarelas. A lo
lejos, a poco menos de 500 metros y bajando la pendiente estaba el muelle. Había
muchas embarcaciones, la mayoría pequeñas, aguardando algún recorrido por entre
los fiordos, o para remontar el río hacia el interior del continente. Lydia me
trajo un café con leche con tostadas. Abrí un sobre de mermelada de arándanos y
unté una tostada. Mientras la mordía una pareja de gringos pasó frente al
ventanal. Los mismos de siempre: rubios, altos, blancos. Desde sus fríos
septentrionales vienen, con vocación de arqueólogos, buscando el pasado de su
tierra en otra tierra. Pensar este mundo funcionando como el espejo del pasado
de otros mundos me produjo una sensación extraña. Bronca, angustia, no lo se.
Tristeza quizás. No hablaban y no sonreían, pero supuse que estaban felices,
como se supone la alegría en los animales. Su felicidad me pareció simple y
superficial, una felicidad arqueológica, una felicidad que no conozco ni podré
conocer, porque es una felicidad que no se opone a la tristeza sino a la
indiferencia. Pasarían todo el día caminando, subiendo montañas, montando veleros.
Nada los detiene. Son como máquinas cuyo único objetivo es enfrentar a la naturaleza
y vencerla.
¿Harían
el amor con frecuencia? ¿Habrían hecho el amor aquella mañana? ¿Lo habrían
hecho la noche anterior, mientras yo me derrumbaba en las sábanas que Lydia
tendió y perfumó para mí? La imaginé a ella con los ojos cerrados, lanzando un
quejido mudo. Lo imaginé a él imaginándose como un vikingo rojo y enorme
mientras la penetraba. La imaginé mordiéndole el hombro, marcándole la espalda;
la imaginé lenta y suave, dejando que el vikingo tome el castillo, acariciándole
el pelo como a un niño.
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