Abrí
los ojos y vi montones de listones de madera. Me noté levemente hundido en la
confortable espuma de un colchón. Aun un poco confundido erguí la cabeza y
recordé que había llegado a Caleta Baker la tarde anterior. Sentí alegría;
estaba muy lejos de casa, si es que aun había algo a lo que podía llamar de esa
manera, y la cabaña era bellisima. Me levanté y me detuve frente a la ventana.
El cristal estaba franqueado a ambos lados por pequeñas cortinas blancas atadas
por cordeles celestes. Del otro lado nacía un cantero lleno de lupinos de color
violeta, y mas allá se recortaba una pasarela por donde un hombre de barba de
ceniza se deslizaba lentamente apoyandosé en la baranda. Detrás del hombre se
cerraba sobre una ladera en pendiente un bosque de ñires, lengas, cipreses y
cohiues, entre los cuales, apenas visible, se filtraba el reflejo radiante de
los rayos del sol rebotando sobre el mar. Durante un rato seguí observando al
hombre de la pasarela, caminaba con lentitud, pero esto no parecía exasperarlo.
De vez en cuando se cruzaba con alguien que lo saludaba afectuosamente. Desde
donde yo estaba no podía escuchar lo que decían, pero sus caras expresaban
alegría y sosiego. El silencio era casi total, y antes de dejar la ventana
pensé que aquel momento era algo muy parecido a la felicidad.
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