martes, 16 de diciembre de 2014

Crónica de un viaje a Ushuaia: Noviembre 3, Lunes

Durante meses había aguardado ese día. Durante meses había pensado en ese lunes en que por fin llegaría hasta la tranquera del valle de Andorra para comenzar el trekking hacia la laguna que no me había cansado de ver una y otra vez en fotos, una más bonita que la otra. Tomé el taxi en la placita del puerto y me fui despidiendo de mi novia y de mi madre, con quienes no hablaría por los 4 próximos días. Cuando el auto se internó en el valle, ya cerca de la tranquera, y las montañas se empezaron a mostrar esbeltas e imponentes, enormes y tan cerca, no pude evitar un suave lagrimeo. Tanto, tanto había esperado ver aquello. Por fin llegaba el día. Quizás nunca antes había extrañado tanto las montañas, o quizás aquellas eran especialmente hermosas, salpicadas de nieve hasta la mitad de sus laderas, donde el bosque de lengas interrumpía el gris de la roca.




Llegué a la tranquera, estaba feliz. La famosa tranquera. La abrí y entré, ahora sí, en el valle. Ya no había presencia humana, y solo me faltaba pasar una última casa un poco más adentro. A los pocos metros recorridos se me unió a la carrera un perro. Se parecía a un labrador, pero la cara tenía rasgos de pitbull. Enseguida tuve la sensación de que estaríamos juntos los próximos días. Otra alegría más, y una ironía con forma de obsequio. Tenía compañía, pero esta no era humana. Seguía caminando con el entusiasmo a tope. 



Atravesé parte del turbal y encaré hacia la margen derecha del río. En poco tiempo llegué al camino transversal que lleva a las lagunas encantada y de los témpanos, en dirección al cordón montañoso superior. Intenté llegar a la laguna encantada pero el sendero se perdía entre la nieve cada vez mas copiosa, por lo que volví al camino principal, o lo que yo en aquel momento creía que era el camino principal. 




Por varias horas anduve bordeando el río, sorteando troncos caídos, esquivando como pude los embalses de los castores. Pero con el correr del tiempo y la proximidad cada vez mayor de la noche, el entusiasmo, y también el vigor físico, fueron descendiendo. A las 18hs. aprox. Decidí que era imperioso cruzar el río, el camino hacia la laguna debía estar del otro lado. Ya bastante cansado de andar por la nieve pude encontrar un paso sobre algunos troncos caídos. Tal como sospechaba, al avanzar algunos metros pude encontrar el camino. Claramente había estado todo el día metido en medio del bosque siguiendo sendas fantasma de baqueanos o caballos, pero la senda principal de parques nacionales, con sus correspondientes señalizaciones, con los troncos atravesados cortados, era donde ahora estaba. 


Seguí un tramo feliz de haber encontrado el camino, pero sin darme cuenta en el momento, luego de cruzar un puente lo volví a perder, captado nuevamente por una senda fantasma. Y anduve y anduve, escale rocas ya casi desahuciado y sin fuerzas, y a punto estuve de ubicar la carpa sobre una turbera, idea que afortunadamente deseche más pronto que tarde. Pero el cuerpo no me daba más. Los pies, empapados de agua helada, me dolían igual que la espalda y la cintura, las manos me ardían por la nieve y por la aspereza de los troncos de los que tantas veces tuve que sostenerme para no caer. Pasé la turbera y resbalé en la nieve y ya con desesperación ante la escasez de luz y la omnipresencia de la nieve empecé a gritar por ayuda. 
Pero me contestaba el silencio críptico del bosque helado, o el chapoteo de mis pies en algún charco. 




Me resbalaba más de lo que avanzaba. Estaba aterrado. Y entonces la idea que se me había ido formando de a poco como lejana posibilidad se materializó como la única opción: tenía que hacer un vivac. 

Mi objetivo máximo, de pronto, pasó a ser encontrar un lugar más o menos seco, desprovisto de nieve, de 2 metros de largo y lo suficientemente regular y plano como para ubicar el aislante y la bolsa de dormir. La tarea no era sencilla. Casi todo el suelo estaba cubierto de nieve o de troncos caídos o de rocas. El mejor lugar que encontré tenía una leve inclinación, y la bolsa resbalaba, pero ya habían pasado las 21hs.y la luna estaba erguida sobre el bosque; si seguía caminando en esas condiciones, aunque lo hiciera despacio y con una linterna, no iba a lograr más que peligrosos tropezones.

Puse mis cosas contra un tronco, ubiqué el aislante y la bolsa de dormir, y con las últimas fuerzas que me quedaban preparé el anafe y puse a calentar la pava con un poco de nieve. Me metí en la bolsa de dormir, con la campera como almohada, y esperé a que hirviera el agua. Los dos te que me preparé para calentarme un poco me cayeron mal y estuve a punto de vomitar, pero aguanté. La oscuridad no sería demasiado densa ni prolongada, solo había que esperar, y en la penumbra del ateísmo, rezar para que la noche fuera lo más benévola posible con su visitante inesperado.

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